Fósiles de lo que podría haber sido o quizás será
La invención de organismos es una labor jugosa para la imaginación. Crear anatomías, concebir animales. Agregar bacterias, plantas, hongos y protozoarios al inconmensurable catálogo de la vida. Una disciplina tentadora para todo aquel que encuentra en la naturaleza un poco más que inspiración. Narrativas plásticas, maquinaciones conceptuales; entes ficticios pero que, dadas las condiciones, quizás podrían llegar a ser reales. Zoologías fantásticas como la del gran Borges o híbridos permutables como aquellos que surgen al voltear las páginas del Animalario universal del profesor Revillod. No obstante, las posibilidades son demasiado extensas. La biodiversidad que aguarda a ser descubierta rumiando en los linderos de la mente es exageradamente amplia. El horizonte de materializaciones potenciales inabarcable. Se torna imperante, en consecuencia, imponer algunas constricciones para que el acto tenga algún sentido. Lineamientos sobre los cuales basar el juego biológico. Postulados evolutivos. Principios axiomáticos que suplan la acción de la selección natural. Acotaciones de origen que —siguiendo el manifiesto oulipiano— funjan como motor creativo.
Y claro, una vez descubierta la veta de entelequias resultantes, no queda más que preguntarse sobre su relación. La relación que guardan con el mundo y los lazos de relación que se establecen entre ellas. Elaborar una posible taxonomía. ¿Cómo se rige su historia? ¿Quién se come a quién? ¿Cuál es su ciclo de vida? ¿Son abundantes o reliquias? ¿Sus dotes fisiológicos son aquellos de un fósil viviente o representan innovaciones adaptativas? La labor enciclopédica se nos da bien a los humanos. Nuestra obsesión por sacar sentido a los fenómenos que nos rodean nos lleva a elaborar listados ansiosos. Filogenias complejas, diagramas topológicos. Clasificaciones que conceptualizan en papel la inagotable inventiva silvestre. Un intento, quizás tímido, por comprender el enigma de enigmas: la existencia. No queremos figurar únicamente como testigos del artefacto, sino deducir cómo es qué funciona su engranaje. Y, por si quedara duda, dicho proceso no distingue entre semblantes orgánicos y aquellos artificiales.
Confrontar la multitud de quimeras digitales es algo similar a la pesca de aguas profundas. El acto es parecido a lo que sucede cada vez que emergen las redes de arrastre desde las profundidades abisales trayendo consigo todo tipo de criaturas desconocidas. Fisionomías amorfas que retan a la imaginación a un duelo de posibilidades. Fauces abyectas, apéndices descomunales. Cefalópodos mitológicos, peces portentosos, equinodermos inconcebibles para la ciencia. Sin embargo, aquí hay otro factor en disputa que torna la enmienda de catalogar a estos seres simulados en una faena aún más compleja que la de sacar sentido a los desquicios marinos. Y es que resulta imposible no cuestionarse sobre la era geológica a la que pertenecen. ¿Estamos ante una labor paleontológica o se trata de una profecía de lo que se avecina? ¿Los vestigios corporales que se nos presentan son fósiles de lo que podría haber sido o de lo que será? ¿Producto de la panspermia o del caldo primigenio? ¿Corresponde su naturaleza a estratos mineralizados del pasado profundo del planeta o son huellas del porvenir? Quedan pues las interrogantes abiertas para que cada explorador se haga su propia versión de los hechos.
Texto: Andrés Cota Hiriart